Entornos negativos en la sociedad actual
Estaban los jóvenes hace unas décadas aquejados de soledad y mal de máquina, como alguno de ellos sintetizó, y aterrizaron, poco después, en un laberinto posmoderno. Allí se desplazaban en todas las direcciones con aparente libertad de movimientos pero las salidas no conducían a la salida. Llegó entonces internet y pudieron navegar por todos los océanos desde la cueva neolítica de su propia habitación y, tiempo después, desde las pantallas que portaban en sus propias manos como talismán universal. En el fondo eran nuevos narcisos buscando la propia imagen en el espejo de la historia y atisbando reflejos que les dieran sentido. ¿Eran y se sentían felices? Todavía no se sabe, pero muchos de ellos se sentían atrapados en las redes que parecían darles la libertad absoluta. Y a la vez, como hijos de nuestra sociedad, están regidos por leyes que no les dan la felicidad.
Por Hermino Otero Martínez
A finales de enero de 2018, más de tres mil millones de personas –un 43 por ciento de la población mundial– eran usuarios activos de alguna red social en el mundo. Quizás todas ellas buscan comunicación y, muchas de ellas, alimentar la felicidad.
Facebook es la más usada de todas las redes sociales: tiene mas de dos mil millones de usuarios activos cada mes: el 44 por cien mujeres y 56 por cien hombres. Youtube, que ocupa el segundo lugar, solo llega a las tres cuartas partes de los que tiene Facebook (que no es moco de pavo: 1.500 millones de personas viendo videos). Le siguen después Whatsapp y Messenger con 1.300 millones cada una y Wechat con 900. Instagram y Tumblr tienen más de 700. Twitter, de mucho ruido entre nosotros, tiene solo algo más de 300 millones, Linkedin 260 y Pinterest 200. Muchos, de todas formas. Algunos repetidos, claro. Y casi todos, de alguna forma, enganchados, la mayoría de ellos (95 de cada cien en Facebook) al móvil: el 39 por ciento de la población mundial, casi tantos como usuarios.
Facebook, al principio, era solo un libro. Así se llama en los anuarios de las universidades norteamericanas el apartado en que se difunden los rostros de los estudiantes: facebook (libro de caras). De ahí tomó Mark Zuckerberg el nombre de la red social cuando una chica le dio calabazas y él quiso tener acceso a todas las demás muchachas de la universidad. La red se puso en marcha hace tan solo 14 años, el 4 de febrero de 2004, en Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos. Él tenía entonces 20 años. Desde entonces, y sobre todo en los últimos años, Facebook y todas las demás redes sociales, han crecido exponencialmente e influyen sobre nuestras emociones, sobre nuestras relaciones y sobre nuestras interacciones sociales más de lo que nos enteramos y, casi siempre, más de lo que quisiéramos.
Otro de los fundadores de Facebook y su primer presidente, Sean Parker, ha dado la alarma sobre su increíble influencia (“las redes sociales crean una dependencia similar a las drogas”) y sobre los posibles efectos que pueden tener en el cerebro humano: “Facebook se aprovecha de la psicología humana y sólo Dios sabe lo que le está haciendo al cerebro de nuestros hijos”.
El propio Parker definió Facebook como “un circuito cerrado de retroalimentación de validación social” que, como las demás redes sociales, aprovecha la vulnerabilidad de la psicología humana para crear una fuerte dependencia a través del mecanismo de “Me gusta”, “Comentar” y “Compartir”.
Buscando aprobación
En nuestra constante búsqueda de aprobación, de sentido y de felicidad, miramos continuamente la pantalla, cada vez más grande, de nuestro teléfono móvil, a la espera de un mensaje o para controlar cuántas personas comentan nuestro estatus en Facebook. Seguimos las “dobles marcas” azules de Whatsapp para enterarnos del eco de nuestros envíos: “Ha visto mi mensaje ¡pero no me contesta!”.
Y lo más sorprendente es nuestra reacción emocional hacia lo que compartimos. Estamos contentos si nuestros ¿seguidores? responden de forma positiva: parece que les gustamos. Pero nos sentimos poco apreciados por nuestra comunidad virtual, o peor aún, ignorados, si recibimos pocos “Me gusta” o “Compartir”. Es humano: queremos obtener consenso y ser compartidos, porque eso genera placer y autogratificación con descargas del potente neurotransmisor llamado dopamina.
Sean Parker lo resume: “Facebook y las redes sociales nos empujan continuamente a buscar la aprobación social por nuestra red de contactos virtuales”. Las redes sociales crean dependencia y condicionan diariamente nuestro humor.
De hecho la Estrategia Nacional de Adicciones acaba de incluir por primera vez el uso compulsivo de Internet, ya que uno de cada cinco jóvenes de 14 a 18 años utiliza de manera abusiva las nuevas tecnologías. En dos años, ha aumentado en España el porcentaje de jóvenes que caen en ese uso abusivo: de un 16% ha pasado a un 21% de 2015 a 2017. Y estos chicos o chicas pueden acabar desarrollando problemas si continúan con esa forma de actuar. El problema lo concretan los propios jóvenes, que afirman que “no pueden parar de navegar cuando se lo habían propuesto, que cuando no tienen acceso a Internet sufren ansiedad, que han perdido interés por el estudio o que las relaciones familiares y con sus amistades se han deteriorado por el uso de las nuevas tecnologías”.
Para la mayoría de adolescentes Facebook, Youtube, Instagram, Twitter y Snapchat se han vuelto “indispensables” en el día a día. Pero, según ellos mismos admiten en un estudio realizado hace un año en Reino Unido, la actividad en estas redes crean un entorno negativo: les generan depresión, ansiedad, problemas de sueño e inseguridad.
Sólo una de ellas, YouTube, tiene un efecto positivo en la salud mental de los jóvenes; las demás les afectan de forma negativa en cuatro aspectos: la calidad del sueño, la imagen corporal, el ciberacoso y el sentimiento de estar perdiéndose algo.
“El uso compulsivo de internet se reconoce ya como una adicción”
De madrugada
Uno de cada cinco jóvenes asegura que se despierta de madrugada para revisar sus mensajes, lo que ocasiona que se sienta hasta tres veces más cansado en clase que sus compañeros que no usan las redes por la noche.
En la adolescencia, una etapa en la que uno es más vulnerable al rechazo y a lo que piensen los demás, las redes son una fuente de comparaciones que contribuyen a que los jóvenes empeoren la opinión que tienen de su cuerpo y les crean sentimientos de insuficiencia y ansiedad, pues no todos ni siempre podemos tener un cuerpo diez. Se llevan la palma en este sentido Instagram y Snapchat, plataformas fuertemente enfocadas en las imágenes. Los adolescentes aseguran que Facebook es el canal más empleado para el ciberacoso. Y un estudio concluyó, ya en 2013, que los jóvenes son dos veces más vulnerables a ser víctimas de esta conducta en Facebook que en cualquier otra red social. Otro de los impactos negativos de las redes sociales es que generan miedo a quedarse fuera o estarse perdiendo algo: un evento social o cualquier actividad en la que otros se hayan divertido. Por eso, muchos revisan onstantemente sus cuentas. Snapchat es la red que más provoca este temor.
Volvemos con el aprendizaje. Se sospecha que Facebook puede cambiar nuestro cerebro de modo que influye también en nuestro modo de aprender, memorizar, relacionarnos con los demás y razonar, sobre todo en los más jóvenes, “pues están implicadas las dinámicas de aprendizaje y relación, así como la capacidad de concentración”. Y para definir la propia identidad no basta el grupo de nuestros iguales, pues ya no es posible identificarlo y “controlarlo”.
Los grupos e interacciones de las redes sociales parecen haber sustituido el grupo de amigos. Y los efectos pueden ser graves. Quienes frecuentan con asiduidad las redes sociales tienen un cerebro diferente al de los que no las usan. Y las redes y sus efectos se parecen cada vez más, como hemos dicho, a los de las sustancias estupefacientes. “Se trata de la necesidad compulsiva de convertir la vida social personal en algo público, escenográfico. La evanescencia de esos mensajes cambia la memoria, la capacidad de concentración y la deducción lógica”.
Reconocer lo verdadero
El cambio es histórico: las nuevas generaciones no consiguen concentrarse y no son capaces de diferenciar lo que es verdadero de lo que no lo es, como ocurre con las actuales noticias falsas. Y nuestro cerebro recibe tal cantidad de información que lo ralentiza y esto hace más lenta la capacidad de tomar decisiones inmediatas. El continuo flujo de información genera cansancio y ansiedad.
A todo esto se une una vida frenética, llena de prisas, estrés e insatisfacción. Y entonces acecha la depresión. Y la soledad. Y el miedo al futuro. Y se rompe la frágil estructura que mantenía la paz interior. Y se esfuman las agarraderas que mantenían unidos al sentido de la realidad …
“Mentir en las redes sociales es el común denominador de casi el 70% de los usuarios”
Esos son el tipo de problemas en que han derivado algunas redes sociales, como Facebook, Twitter o Instagram, que se crearon para conectar individuos, mantener conversaciones con personas a las que no vemos de manera habitual o conocer a gente con gustos similares a los nuestros y con los que jamás hubiéramos pensado hablar. Los resultados pueden ser contrarios a los previstos y crear personas antisociales y aisladas si desatendemos la vida “de verdad” y nos olvidamos de vivir con las personas más cercanas fuera del confort del mundo virtual. O personas sin intimidad. O personas autoengañadas: mentir en las redes sociales es el común denominador de casi el 70% de los usuarios: embellecemos la realidad para hacer que nuestra vida parezca más interesante de cara a los demás. Y nos convertimos, por lo tanto, en personas de alguna forma infelices en busca permanente de felicidad, a ser posible instantánea.
La solución pasa por pisar a fondo el freno y pasar de estar siempre conectados a echar una ojeada de vez en cuando, de modo que no se resientan nuestra vida, nuestras relaciones o el trato humano con los demás. Y reordenar la vida para ser realmente dueños de las propias decisiones.
Consume, diviértete…
La nueva agresividad ambiental hunde sus raíces en las leyes que rigen la cultura occidental contemporánea. Francesc Torralba señala tres: consume, diviértete y dale culto al cuerpo.
“Consume, compra, consume y compra siempre, de todo y cualquier cosa, útil o inútil, que necesites o no necesites, ahora y mañana, cuando estés en la ciudad o viajes de vacaciones”. Es la primera ley. Así se mantiene la maquinaria económica… y se extienden la pobreza y la desgracia universales. Nos están diseñando para consumir, para producir y consumir, pero el fin de la naturaleza humana no radica en esta finalidad y, cuando se persigue obstinadamente, choca frontalmente con el vacío existencial. Y acabamos aprisionados en nuestro propio instinto posesivo.
La segunda ley es la exigencia de divertirse. Solo importa el espectáculo, cualquiera que sea, masivo o solitario. Siempre y en todas partes: en la calle, en casa, ante la televisión, en el ordenador… Y, ahora, en las propias manos del teléfono móvil. No se puede dejar ningún resquicio al tiempo y la necesidad de diversión colma todo el espacio disponible. Hasta las noticias han de ser divertidas.
Y una tercera ley: “Dale culto al cuerpo joven, de vitalidad indefinida”. El rejuvenecimiento es ahora la gran industria universal.
Y esta cultura juvenilizada promueve el olvido del yo profundo, idealiza el ego y es incapaz de satisfacer los deseos más profundos del ser humano. Y crea un entrono agresivo, pues genera frustración, divide a los grupos en virtud de su poder adquisitivo y origina formas de rivalidad. Nos intoxica la obsesión por el lucro, y la persecución de los bienes materiales como objetivo vital nos conduce a la desazón y el vacío. Se identifica felicidad y confort material, lo que genera otra forma de vacío, pues la felicidad no depende del número de objetos que se poseen.
Estos entornos negativos se curan con la sobriedad que lleva a la profundidad, la capacidad para vivir la vida con alegría sin tener que pagar por ello, y la aceptación de sí mismos más allá de las apariencias.
“Los adolescentes aseguran que Facebook es el canal más empleado para el ciberacoso”
Actitudes que impiden la paz
El entorno negativo está a veces muy cercano o incluso dentro de nosotros. Y hay algunas actitudes que impiden la paz interior, ese estadio de equilibrio y de armonía interior –de cada uno consigo mismo– a la vez que exterior –de cada uno en relación con el mundo– y que nos darían la felicidad:
- El individualismo del que cree que no necesita a nadie.
- El poder, esa mezcla de miedo a los demás y de orgullo personal, que esconde la propia inseguridad.
- La ambición, que lleva a la infelicidad, porque siempre espera más.
- El miedo, que inmoviliza a la persona y le impide ser con plenitud.
- El resentimiento, que impide ver con claridad el presente y vivirlo en paz.
- La injusticia, que alimenta los resentimientos, los recelos y los anhelos de represalia, y crea siempre una reacción visceral.
- El egoísmo de quien todo lo ve desde el propio punto de vista, con una visión muy pobre y raquítica.
- La envidia, fuente permanente de conflicto, de quien reconoce las cosas buenas de los otros, pero, al desearlas para sí mismo, es incapaz de alegrarse de que otro las tenga.
Y hay unos antídotos de esas actitudes: la solidaridad y la amistad; la madurez, el diálogo y el respeto; el realismo y la gratuidad; el conocimiento y la aceptación de uno mismo y de los demás; el perdón y la reconciliación; la justicia y de nuevo la solidaridad; la gratuidad, la benevolencia; la convivencia en pluralidad y la alegría de ser como soy. Con ellos –¡qué grandes palabras, que grandes sueños– nos será más fácil convivir y vivir en paz.
Artículo impreso en la Revista del Teléfono de la Esperanza: